COMPOTA
Mi abuelo era el frutero del barrio y el preferido de las clientas, porque la fruta era de primera, y porque les decía cosas lindas. Era divertido verlas sonrojarse y reírse. Les encantaba.
A las 4 de la mañana salía de casa camino al Mercado de Abasto, hoy “Abasto Shopping” ¡en tranvía! para elegir los cajones con la fruta que ese día iba a vender.
Cuando el camión de reparto llegaba con sus cajones de fruta, las sacaba y revisaba una por una y las acomodaba formando un arcoiris de delicias, construía torres con duraznos, ciruelas, manzanas, peras, y mientras lo hacía, separaba las que mi abuela iba a traer a casa.
Una o dos veces por semana ella preparaba compota y cada tanto hacía dulces que guardaba en grandes frascos de vidrio.
Cuando la abuela volvía a casa con la fruta, las ponía en la pileta de la cocina, las lavaba, las pelaba, les sacaba las partes feas y las metía en la olla con agua.
Yo todavía no llegaba a la altura de la mesada, así que me paraba al lado de mi abuela, ella cortaba algunos pedacitos y los ponía formando un trencito sobre el borde de la mesada. Yo estiraba el brazo y me comía los vagones.
El sabor de esa fruta, el aroma de la compota invadiendo la casa, mi abuelo camino al Abasto, mi delantal de frutero y el trencito en la mesada, son recuerdos que llevo vivos en cada uno de mis sentidos, desde mis tres años de edad.
Aprendí que la fruta que algunos ven como “podrida” lleva en sí el sabor más exquisito, que se la puede procesar amorosamente y transformarla. Cuando mi abuela me servía la compota, esperaba que yo la pruebe y sonreía mirando cómo la comía como si fuera (y lo era) un manjar de los dioses.
Y yo que creía que el ingrediente secreto era un polvito mágico.
Mis abuelos, sin decir una palabra, me enseñaron cómo elegir con inteligencia, procesar de manera que quede la mejor parte, y servir el resultado con el deseo de que el otro lo disfrute.
Cuando tengo ganas de mimarme, le pido a mi frutero “esa fruta” y me preparo una compota.